—¿Ustedes andan buscando trabajo?
—No, nosotros no estamos buscando trabajo.
—¿No? ¿Entonces por qué viajan?
—Viajamos por viajar.
—Bendito sea. Benditos sean sus viajes.
Diarios de motocicleta. Walter Salles, 2004
Opinión.- El día que decidí ir a conocer Semuc Champey fue el mismo día que miembros del Comité de Desarrollo Campesino (Codeca) bloquearon la entrada a Guatemala (entre otras vías), con exigencias bien específicas: “La renuncia del presidente Jimmy Morales, reparar las carreteras, nacionalizar la electricidad, investigar a los diputados involucrados en el caso Odebrecht y la muerte de 41 niñas del Hogar Seguro, entre otras” (Nuestro Diario, edición del 24 de mayo de 2017, página 10). A diferencia de los pobres que desde la mañana estuvieron varados, a mí solo me tocó esperar dos horas para que el bus se pusiera en movimiento y poder continuar mi aventura.
Debo decirles que reconozco la empatía como una cualidad que tengo. También me alegra tener una vívida imaginación. Pero, a veces, ambas cosas se vuelven en mi contra y me hacen sufrir gratuitamente. Por ejemplo, cuando en la terminal vi gente sola, imaginé que, como un amigo, se preparaban para un largo y difícil viaje al norte. Me pregunté si algunos terminarían dándose por vencidos. Más tarde, ya en ruta, cuando vi a un campesino fumigando, pensé en sus futuros problemas renales por los químicos a los que se ve expuesto. No puedo desconectarme del todo. No puedo no ver la pobreza y la desigualdad. No se preocupe, amigo lector, estoy consciente de que mis reflexiones no son de ayuda para nadie.
En ciudad de Guatemala logré tomar el bus de las 4 de la tarde hacia Cobán. Mi asiento estaba a la par del pasillo. Los asientos del otro lado los ocupaban un señor indígena, la que asumo era su esposa y, en las piernas de ambos, un niño dormido. Creo que el niño estaba enfermo, porque estuvo dormido casi todo el tiempo. Ella se puso su chal en la cara. Un par de horas después la oí llorar. ¿Qué podía hacer? Solo oírla y preguntarme a cuántas dificultades se enfrenta constantemente. Quizá principalmente a la pobreza o quizá a la discriminación por ser mujer, o quizá por ser mujer pobre e indígena. Quizá las dificultades empiezan con su propio esposo. Me pregunté si alguna vez podría ella conocer una realidad mejor.
A la mañana siguiente, fui a la estación donde tomaría el microbús hacia Lanquín, zona donde ya la población indígena abunda. Me metí a un lugar donde pude comprar mi desayuno típico de 10 quetzales (casi unos USD 1.36, con los que incluía fresco o café). El lugar era atendido por una señora. Al rato, entró otra mujer que empezó a hablar con ella en Q’eqchi. Se sentó en la mesa atrás de mí y empezó a desahogarse y, ella también, a llorar. La señora del cafetín siguió en lo suyo mientras la aconsejaba en el tono que ocupa mi madre cuando quiere que la persona se calme y vea que un problema no es el fin del mundo, y que “todo tiene solución menos la muerte”. Le sirvió comida. Al rato ella se fue y yo tuve que partir también.
En Lanquín, esperé un pick-up lo suficiente como para que me contaran cómo han saqueado todo lo valioso de la iglesia del pueblo. No los españoles colonizadores, sino gente de nuestra época. El robo más reciente fue hace solo tres años.
En Semuc Champey me quedé en un hostal casi exclusivamente para gringos. El dueño tampoco es guatemalteco, pero todos los que trabajan allí sí eran de la zona. La amable mujer que me atendió me preguntó de dónde venía yo y le dije que de El Salvador, únicamente para conocer allí. Ella se admiró y me dijo que ellos nunca salen de allí, ni para ir al mismo parque natural de Semuc. Un señor salió corriendo a toda velocidad a traerme una sábana, cuando vimos que la cama que me tocaba no tenía nada.
Ya caía la tarde cuando bajó el calor y me fui a explorar la zona. Entonces me encontré con un joven con los ojos rojos por alcohol que se llamaba Julio (lo sentí en su aliento). Se ofreció para ser mi guía al día siguiente y era bien insistente. Le dije que no, porque yo no tenía (tengo) tanto dinero, no porque quisiera que le siguiera bajando el precio a sus servicios. Pensé que le saldría mejor pegársele a algún grupo de gringos.
En mi tercer día en el país, finalmente iba a entrar al parque desde temprano, justo desde que lo abrieran al público. Antes desayuné en la zona del parqueo, donde ya una señora había puesto su mesa y su techo de plástico para vender comida. Me sentí más cómodo allí que en el hotel, aun cuando las moscas estuvieran volando a mi alrededor. Por lo menos allí sabía que lo que pagara sería exclusivamente para ella y su hijo. En ese momento no había ni música ni ruido de turistas. Podía empezar a gozar la tranquilidad del bosque.
En la entrada del parque me puse preguntón. Quería saber si había alguna cooperativa o asociación local indígena, algo que pudiera tener como propósito un beneficio sostenible tanto para la zona como para la gente del lugar. Alguien me contó que un grupo de indígenas ya había tenido la intención de administrar un hostal. No ahondó en las razones sobre por qué no se llevó a cabo, pero hizo alusión a la época de campaña electoral y dijo que quizá se logre en unos cinco años. Pedro, un muchacho que tenía entre sus obligaciones barrer el sendero del parque, no fue tan optimista. Él no cree que esto suceda nunca.
Después de almuerzo, cuando esperaba que llegara el grupo con el que entraría a explorar una cueva con solo una vela en la mano, conocí a Eva, una niña que va a sexto grado y quería venderme chocolate. Un niño pasó por ahí y me dijo algo en Q’eqchi. Cuando le pedí a ella que me dijera qué había dicho, me dijo que “era algo feo: que me la vendía”. Luego me presentó a su prima, Aracely, quien más tarde ese día me contaría que de grande quiere ser guía turística.
Después de un bonito recorrido dentro de la cueva, me sentía satisfecho. Me quedé un rato en el área de la cascada y luego me puse en camino al hotel. Otros grupos también regresaban por su cuenta y varios niños que no debían llegar a los 11 años iban detrás de nosotros, ofreciéndonos cerveza en español y en inglés.
No puedo negar que el lugar es muy bonito, pero realmente me conflictuó cómo está dispuesto todo. Sentía que los indígenas de la zona estaban única y en exclusiva para servirnos en nuestra experiencia turística. Me pregunté cuánto beneficio en realidad aportan nuestras visitas. Además de irrumpir en la naturaleza y desgastar la superficie con nuestros zapatos, ¿estamos contribuyendo al desarrollo local? ¿Los trabajadores del parque ganan lo justo? ¿Tienen prestaciones? ¿Qué tan dura es la competencia entre la gente para hacer de guías o para tener uno de los duros trabajos dentro de los hoteles? ¿Es realmente positiva la exposición a otras culturas y estilos de vida a los que nunca tendrán acceso? ¿Habría sido tan malo que la gente del lugar siguiera cubriendo sus necesidades básicas a través de la agricultura? No tengo respuestas. Como dije, solo tengo inútiles reflexiones. Me quedé pensando mucho en esto, porque no me gustó quedarme con la sensación de que, una vez más, quien más gana es el forastero.
VoxBox.-