Opinión.- He escuchado historias sobre gente que mantiene su palabra a lo largo de la vida: amigos que sobreviven a las adversidades, a la distancia, a los años sin verse, a malos entendidos, etc. De igual manera con la familia o con los compañeros laborales. Y no olvidemos esas personas que aunque no son familia o amigos, o que apenas tuvimos una relación de tipo contextual (organizaciones, estudios, proyectos) y al vernos nos saludan como si la semana pasada fuera la última vez que nos vieron.
De parejas, ni se diga: conozco esposos ancianos que se soportaron mutuamente durante toda una vida, con historias sorprendentes o con pruebas de vida que yo digo para mis adentros: “No sé si hubiera sido capaz de soportar esto… de verdad no lo sé”.
Pero así también conozco a gente que no se siente en la obligación de aguantarle carga a nadie (en mi país les llaman mecha corta), que son prácticos con la vida y no dudan en volver a empezar. Conozco también personas que se olvidan de las viejas amistades, que después de una relación contextual sencillamente pasan página y desaparece toda forma de cordialidad, o bueno: solo sacan de sus vidas a quienes de forma utilitaria o de razones inmediatas ya no les sirve.
Hay de todo en esta vida y usted sabía que a esa frase clásica quería llegar. Pero ¿por qué mencionarlo entonces?
Sonará a quiero hacer una crítica millenial o algo así, pero le aseguro que no se trata de eso. Creo que en todas las épocas han habido personas así, y que de hecho, salvando las distancias y dentro de lo que cabe en las múltiples discusiones, cada vez la humanidad y las nuevas generaciones suma más puntos a nuestra parte civilizada que a nuestra barbarie.
Pero nuestra edad contemporánea maneja un escabroso e inexplicable concepto de la felicidad. Y como la felicidad es fundamentalmente individual, nos parece natural la necesidad de legitimarla con preguntas como: ¿Estoy bien conmigo mismo? ¿Cómo me siento? ¿Soy feliz con lo que tengo ahora? ¿Estoy siendo fiel a mis sueños y aspiraciones? ¿La estoy pasando bien?
Y de entre todos estos pensamientos que permean nuestra filosofía de vida, hay personas a quienes les parece normal legitimar su peculiar trato hacia otros, justificando que ya son así por los modelos actitudinales que han desarrollado, por los patrones culturales que mediante vivencias legitiman como paradigmas. Les parece cómodo justificar el abandono de los otros o su displicencia, porque en su mundo de emociones encuentran el asidero que necesitan (“Es que me cae mal… si supieras cómo es… solo lo ves desde tu punto de vista… si estuvieras en mis zapatos”).
Con esto no invalido a quien haya vivido experiencias difíciles. Lo cierto es que todos las tenemos y es demasiado complejo determinar un dolorómetro para verificar quién ha sufrido más y con qué. Y pensar en lo traumático, al menos en el contexto de lo que expongo, sería una reducción al absurdo. No quiero que pierda eso de vista.
El meollo del asunto es que estamos viviendo tiempos en que los compromisos son tan volátiles como las palabras que se las lleva el viento. No digo que antes eso no pasara. Como dije anteriormente, esto ha ocurrido en todas las épocas. Pero parece que en estos tiempos está ocurriendo con mayor frecuencia, porque sencillamente hay muchas maneras de justificar el desechar a otra persona o legitimar comportamientos.
Y no está mal que usted no se deje pisotear por nadie, por supuesto. Nuestra concepción moderna de los derechos nos ha hecho saber que recibir maltrato físico o verbal no es normal (como en miles de años de humanidad ha estado ocurriendo), que tenemos derecho a un espacio individual y un largo etcétera.
La cuestión es en qué parte de todo esto encuentra el equilibrio entre adquirir un genuino compromiso con otro ser humano o huye de eso a la primera oportunidad. O peor aún: deja a la otra persona vestida y alborotada, metafóricamente hablando (es decir, somos cordiales, nos mostramos genuinos, pero cuando la persona quiere llegar más lejos de inmediato ponemos barreras… aplica para nuevas amistades, no crea que solo en cuestión de parejas).
Y no crea que lo digo desde afuera. Yo también siento que lo he hecho a lo largo de mi vida. De hecho, escribo esto mientras me autoexamino: ¿a qué le temo? ¿A que me lastimen? (Como si después de tantas experiencias buenas y malas eso fuera tan fácil). ¿O es que temo a perder algo de mi esencia individual? (Imposible: lo temático y melancólico ya nadie me lo quita). Usted puede autoexaminarse. De verdad, ¿qué le impide aprender a adquirir compromisos con otro ser humano? ¿Qué le resulta más fácil: quedarse o salir corriendo?
No sé si dentro de 50 años las relaciones humanas serán más volátiles todavía… relaciones basadas únicamente en lo utilitario, carente de todo ese humanismo y emoción que nos ha aleccionado 30 siglos o más de filosofía, ciencia y literatura. Quisiera pensar (a lo mejor por puro confort infantil) que usted se animará a llamar o escribirle a esa persona, a quien el fondo apreció siempre y que tiene tanto tiempo de no comunicarse.
El compromiso, la emoción y la felicidad forman una cadena frágil. En lugar de esperar a que todo llegue a su lugar de una forma misteriosa (la dichosa e imposible felicidad perfecta), mejor pongamos unas gotas de estoicismo y disposición, para que eso que tal vez cueste un poco resulte más recompensante. A veces nos equivocaremos, ¿y qué? ¿Cambiaría todo ese amor y cariño que fue capaz de dar? ¿Se arrepiente de las veces que fue capaz de sostener una promesa hasta el final?
Bueno, bueno… no soy quién para cuestionar cuánto está dispuesto a dar. Quedemos en que hay satisfacciones que están más allá de huir en aras de sostener la moderna visión de felicidad.
VoxBox.-