Cultura.- Una cocina con pretensiones de ser antigua, una escenografía elaborada con sobrado ingenio (a cargo de Ronald Morán), un músico en vivo (Pablo Jafet Ramos), dos personajes (Julia y Juan) y diálogos intensos: eso es, en esencia, La señorita, la obra que se presenta en La Galera Teatro & Café. Está basada en el drama de Johan August Strindberg llamado La señorita Julia, publicada en 1888.
Me es todavía más difícil hablar de teatro que de cine. Estoy menos familiarizado con él, aunque llevo ya varios años de visitarlo con cierta constancia. Entiendo, sin embargo, que La Galera es un teatro diferente a lo convencional. Me sería difícil precisarlo con detalles técnicos, pero según mi propia experiencia lo que lo hace distinto es la cercanía, casi dijera que la transparencia: sin telones y sin tarimas.
Digo esto porque sospecho que una obra como La señorita se desenvuelve mejor en este ecosistema. Es una obra, igual que La Galera, transparente y cercana. Y es extraño que sea cercana, si se toma en cuenta que fue escrita hace 130 años por un autor sueco “de carácter esquizofrénico y con manía persecutoria”.
Para poner un poco más de contexto: La señorita Julia se llevó a las tablas por primera vez el 14 de marzo de 1889, en Copenhague, Dinamarca, en una pequeña sala que no superaba las 150 personas.
Por muchos años esta obra engrosó la lista de lo censurado, la razón principal era su decidido carácter erótico y sexual. Pero cuando el mundo superó parcialmente su mojigatería, la pieza de Strindberg arrancó su camino a la fama. Tanto fue así, que en 1985, casi 100 años después de su publicación, Ingmar Bergman dirigió una representación en Estocolmo, con Marie Göranzon como Julia.
Ahora sí, procedamos.
La copa del árbol
Vino, licores varios, juegos de poder, juergas, excesos, bajas pasiones, dramas familiares y, por supuesto, toda la hipocresía de la que es capaz la moral cristiana, conservadora y burguesa: de esta materia prima surge el drama de Julia (Rebeca Dávila), una heredera de las más altas castas económicas y sociales, con Juan (René Lovo), un donnadie, un criado cualquiera, destinado desde la cuna al anonimato.
Entre ellos dos surge una dinámica bastante natural, tomando en cuenta sus condiciones: mientras Julia sueña con bajar al pozo, al suelo firme, en un acto de contundente rebeldía contra la clase a la que pertenece, Juan intenta treparse a la primera rama que se le cruce por el camino, para ascender hasta las copas más altas de los árboles. El encuentro del que somos testigos se da en la cocina de la casa donde señorea Julia, la última noche del año.
El diálogo, como dije al inicio, se vuelve intenso. Julia va desvelando poco a poco los demonios que la acechan, desnudándose ante uno de sus sirvientes, a veces con cinismo, a veces con patetismo. Juan, en cambio, parece dominar la situación a su favor. Julia es esa rama que Juan necesita para ascender. Escaparse del infame mundo de la servidumbre para poner un hotel en el Caribe y ser, al fin, dueño de una realidad que está condenado a vivir de cerca sin poderla tocar.
Las narrativas feministas en La señorita
Lo impresionante de una obra como La señorita es que logra transmitirnos un estado permanente de angustia y abandono, porque nos enseña que el mundo no está solamente construido sobre las bases de la desigualdad económica o social, sino además sobre las bases de la desigualdad entre hombres y mujeres.
Julia, siendo una mujer con mucho dinero, ve coartada su capacidad para decidir sobre sus propias relaciones interpersonales. Julia, se intuye, es esa mujer del siglo antepasado catalogada por sus congéneres como una loca, por no aceptar gustosa las imposiciones atribuidas a su sexo y género. La “manipulación macabra entre un hombre y una mujer”, como lo menciona Rebeca Dávila en una entrevista televisiva, se ve acentuada por las actuales narrativas feministas, que ni son tan nuevas ni son tan histéricas como algunos las hacen ver, pero que han encontrado, por suerte, un público del que antes carecían.
Juan es capaz de dirigirse a Julia con cierto nivel de igualdad porque su estatus es el de Hombre (onvre, como escriben por ahí). Un hombre pobre, pero un hombre al final de cuentas. Julia tiene todo lo que en la vida se podría desear (dinero, sobre todo), pero está atrapada en esa jaula de oro que hoy en día se ha convertido en un cliché.
Y aunque es cierto que el mundo de 1888 que habita Julia no es el mismo en el que estamos viviendo, queda latente en la obra que algunas cosas no han mejorado en lo más mínimo. El eterno sentimiento de culpa, la vergüenza y el sometimiento que se les inculca desde la niñez temprana a las mujeres sigue estando ahí. Basta ver las cifras de feminicidios para constatar que esas realidades están ahí, 130 años después.
La manipulación entre humanos
Sin embargo, sería reduccionista leer en esta obra únicamente las desigualdades de géneros. La manipulación, consciente o no, entre seres humanos se expone en esta obra con toda la complejidad que amerita.
Ambos personajes van evolucionando a lo largo de la obra, y sus intenciones mutuas con ellos. La frivolidad de Julia y el fingido servilismo de Juan poco a poco dan paso a actitudes y emociones mucho más ricas. Mientras Juan va a abandonando su servilismo para dar paso a un cinismo calculado, Julia desgarra su frivolidad hasta dejar a la intemperie las heridas provocadas por sus propios demonios familiares.
La visión maniquea
Creo que ahí, en esos matices de emociones y actitudes, es donde se encuentra la riqueza de esta obra. La propuesta que hace La señorita es la de romper con la interpretación maniquea de nuestra realidad personal y social, dejar de entender el mundo entre buenos y malos, y concentrarnos en las cosas que nos hacen daño, en las cosas que nos dividen, para darle paso a un conocimiento mucho más profundo, que sirva para sanarnos y comprendernos.
Si tienen la posibilidad de irla a ver, no van a defraudarse.
Fotografía obtenida de la fan page de la obra: La Señorita.