Es como si creáramos un ejército de intolerancia, irrespetuosos y “cerrados”, y los expongamos a una realidad que, para bien de unos y mal para muchos, se va transformando.
Opinión.- Tengo un poco más de un año de ser educadora voluntaria en escuelas públicas. Admito que tuve miedo desde que me inscribí al programa, porque los niños suelen ser bastante selectivos al momento de crear lazos de confianza con un adulto, pero todo resultó mejor de lo que esperaba y entablé una buena relación con ellos.
A medida que íbamos avanzando en el curso, teníamos más confianza, así que los niños me realizaban preguntas más personales como: “¿Por qué estudia psicología?”, “¿tiene mascotas?”, “¿qué le gusta comer”, y en una de esas preguntas uno de ellos me preguntó si creía en Dios y le dije que no. Y así comenzó todo.
Al principio no le presté atención, pero nuestra relación fue poniéndose más tensa entre ese niño y su grupo de amigos. Perdí el respeto y el cariño que ellos algún día me habían tenido y empezaron los insultos, las burlas y las contradicciones. Al finalizar el programa, se hizo una clausura y después de concluir el evento se les dio un refrigerio, pero uno de mis alumnos no se sentía satisfecho, así que yo le compartí unos dulces que tenía y me dijo algo que les aseguro nunca voy a olvidar: “Gracias, Seño. Al parecer los ateos no son tan malos después de todo”.
Esta experiencia me ha hecho reflexionar muchas veces y me parece que la actitud de estos niños es un problema más general de lo que yo imaginaba. Al comienzo me preguntaba (incluso llegué a culpabilizarme) que quizás hubiera tenido más tacto al darle esa respuesta a los niños; es decir, que mejor les hubiera mentido o seguido la corriente para no causar “alboroto”. Pero al final caí en cuenta que no debía sentirme culpable por ello, que nosotros somos lo que elegimos ser. Cada quien tiene sus principios morales, éticos, preferencias personales y formas de vida diferentes al otro, y si no fuera así la vida no tendría sentido alguno, porque ¿qué chiste tendría nuestra existencia si nos encontráramos con miles de personas semejantes en nuestro camino? La diversidad nos proporciona esa esencia individual de la cual cada quien es dueño.
El problema radica cuando no nos quitamos esa venda ante lo nuevo o lo diferente, y al contrario, lo que hacemos es reforzarla más para mantener intacto los mismos paradigmas rígidos y anticuados de cómo las personas deben ser y cómo la sociedad debe moverse. Y es así como en pleno siglo XXI aún existen personas que se escandalizan al conocer personas que no profesan una religión, que no soportan la idea de que personas del mismo sexo puedan mantener una relación amorosa, que las mujeres y los hombres tienen los mismos derechos de manera equitativa, sin importar las circunstancias sociales o políticas: y así podemos enumerar muchas situaciones en que la intolerancia se hace presente.
Pero eso no es todo. Lo más preocupante es que vamos replicando los mismos estigmas y prejuicios en cada nueva generación. Es como si creáramos un ejército de intolerantes, irrespetuosos y “cerrados”, y los expongamos a una realidad que, para bien de unos y mal para muchos, se va transformando. Al parecer, las exigencias sociales de muchos grupos que siempre han estado invisibilizados, por las sociedades en las que nacemos, resulta una bofetada para todos aquellos que prefieren vivir en la oscuridad de su misma ignorancia y que, por cobardía proporcionada por sus mismos ideales retrógradas, obstaculizan la apertura social. No quiero decir que todas las personas sean abiertas a todo lo que la sociedad ofrece porque, así como mencionaba con anterioridad, cada quien tiene sus propios principios morales y es dueño de sí mismo, de pensar y hacer lo que quiere, pero sí quiero dejar en claro que no estoy de acuerdo con limitar la libertad de las otras personas, de incluso hacer daño para evitar que esas personas no se salgan de los límites sociales ya establecidos.
La verdad es que muchos consideran que hablar sobre estos temas suele ser una pérdida de tiempo, cuando en realidad se trata de un problema bastante serio. Es decir, nos estamos refiriendo a la vida de niños, adolescentes y adultos que a diario deben enfrentarse a críticas, abusos, burlas, humillaciones, amenazas y hasta a la muerte, solo por ser diferentes. Como adultos debemos evaluar las enseñanzas moralistas que transmitimos a los niños. ¿Será que siguen a los intereses de esta sociedad “legítima”? Y de ser así, ¿cuáles son las consecuencias? ¿o acaso no las hay? queda a criterio y reflexión de aquellos que lean este artículo.
VoxBox.-