Opinión.- No estoy seguro de cuándo fue que leí por primera vez sobre Hank. Creo que habrá sido hace unos cinco años, en algún rincón olvidado del Internet. Sí recuerdo que pasé mucho tiempo buscándolo en las librerías del país (que no son muchas ahora, pero hace cinco años eran menos). Nunca lo encontré. Quizás no busqué bien o quizás no era suficientemente conocido.
Así que durante un par de años tuve que conformarme con leer sus textos sueltos por ahí. Los libros digitales no eran lo mío, así que me conformaba con leer sus poemas esparcidos por ahí y algunos extractos de cuentos. Aquel lenguaje era espectacular, aquella forma de llamar al pan, pan y sobaco al sobaco era magnífica. Además yo siempre he tenido una debilidad por las historias de perdedores y aquel tipo era el perdedor por excelencia.
Tras algún tiempo, los libros fueron llegando. Me regalaron un par. Eran libros de cuentos con los nombres más geniales del mundo y con las historias más increíbles que la miseria de aquellos años y de aquellos sitios podía regalar.
Bukowski se había ganado conmigo un fan para toda la vida, o eso pensé en aquellos primeros momentos de luna de miel literaria.
Estaba equivocado: el fuego se fue apagando. Cualquiera que haya leído al viejo Hank sabe que, si se lee con demasiadas ganas y por demasiado tiempo, el efecto comienza a caducar poco a poco. Las jocosas anécdotas de cómo se emborrachaba, tenía sexo, vomitaba o se peleaba con algún profesor universitario comenzaron a hartarme un poco. Llegué incluso a pensar que aquella figura de ser el eterno inconforme no era más que una pose.
Bukowski era el último escritor maldito y yo ya estaba harto de todos sus bastardos, y, por extensión, de él. Así que corté por lo sano y lo dejé en paz un par de meses, quizás años.
Hasta que alguien recomendó Ham on Rye (La senda del perdedor). Una fantástica novela que narraba en primera persona la infancia del viejo. Aquella novela me sirvió en dos sentidos: 1. Fue muy reconciliación con los libros digitales; 2. Fue mi reconciliación con la literatura de Bukowski. Aunque más que una reconciliación, creo que fue un cambio de enfoque: después de leerla, tuve que volver a examinar todos los libros y textos que había leído de él hasta la fecha.
Henry Charles Bukowski, que el pasado 16 de agosto hubiese cumplido 96 años, es muchísimo más que un escritorzuelo al que le encantan los “coños”, el whisky y la soledad: es un artista de aquellas calles caóticas de mediados del siglo pasado. Amo y señor de una filosofía proletaria, que respiró el pulso de las ciudades al tiempo que hacía malabares para sobrevivir a la economía más pujante del mundo. Y lo hizo todo mientras un pájaro azul pugnaba por salirle de su nauseabundo corazón.
Qué suerte para nosotros que todavía queden viejos indecentes por ahí: poetizando la miseria que va dejando el sistema, romantizando la resistencia intelectual, señalando la belleza en los escenarios más cutres de las urbes.
VoxBox.-