Viajes.- Vivir la fiesta guadalupana es una gran experiencia, pero voy a comenzar admitiendo que soy un blasfemo y que nunca he podido dejar de hacer chistes ante las celebraciones de cualquier religión. Hacer una que otra publicación sacrílega en algunas de mis redes sociales y ese tipo de cosas. Pero tengo que decir que ante el arte, cultura y folclore de la Iglesia católica tengo una gran admiración, y no por haber sido criado en esa doctrina, sino que en lo personal opino que dicha religión aporta mucho a la idiosincrasia de los pueblos de Latinoamérica y, en muchos casos, son celebraciones llenas de mucho sincretismo, como la celebración decembrina de Santo Tomás en Chichicastenango en Guatemala, que viví en 2012, colorida y preciosa; o la majestuosidad monumental de la Semana Santa en Antigua Guatemala, en donde, durante varios años, hasta he cargado sus procesiones. Y no se diga en la ciudad salvadoreña de San Miguel, en donde cada 21 de noviembre estaba presente en la procesión de la Virgen Reina de la Paz (o en la de la Candelaria, en mi pueblo Osicala, departamento de Morazán, El Salvador).
La carne es débil y la mía aún más, por lo que nunca he podido resistirme ante el encanto seductor de las celebraciones católicas, y este año en la Ciudad de México estuve presente el 11 de diciembre por la noche, en las celebraciones marianas a la Virgen de Guadalupe… en su Basílica, cuyo Atrio de las Américas y Plaza Mariana estaba rebosante de tiendas de campaña o de personas durmiendo a la intemperie, pues habían llegado desde lejos en peregrinación, movidos por su fe a la Morena del Tepeyac.
Era un mar de gente, aunque yo pensaba que sería más. Resulta que muchas personas llegan, presentan sus respetos y luego se retiran. Yo, en cambio, fui a vivir esta experiencia no por fe, sino porque me gusta este tipo de tradiciones y, como siempre lo he dicho, mi Dios está en el arte y la cultura. Y qué momento más cultural que este, para sentir esa manifestación divina.
La noche estuvo llena de muchos peregrinos que llegaban, en su mayoría a pie, y se retirarían el siguiente día. A mí me terminó venciendo el cansancio y me retiré casi a la medianoche. Pensé regresar antes del amanecer, pero me ganó nuevamente el sueño, por lo que regresé hasta casi el mediodía del 12. En la noche del 11 pude ver muchas manifestaciones artísticas, personas de México y el extranjero que llegaban a cantarle a la Virgen de Guadalupe y, aclaro, que el programa que ese día algunos canales de televisión transmiten no es en vivo, se graba días previos, por lo que no pude ver ni a Lucerito ni a María Victoria cantar, pues lo hicieron el siete de diciembre o días siguientes, dependiendo de la televisora.
Gran parte del Atrio de las Américas, a pesar de las tiendas de campaña y la gente durmiendo, también estaba lleno de persona que tocaban la guitarra o hacían pequeños altares en el piso para rezar y agradecer, según su fe, de esta forma. Al día siguiente, con todos los campamentos levantados, se hicieron presentes muchos danzantes que, supongo, representaban danzas mexicas en honor a Cuatlicue, el cual sería el equivalente a la Virgen de Guadalupe. Según tengo entendido, pero no estoy muy seguro, en el Tepeyac se encontraban dichos templos de la diosa mexica.
Los bailes folclóricos me parecieron de lo más atractivo y mostraban el sincretismo religioso que no transmiten los canales de TV de dicha celebración. Los penachos de plumas y tocados de animales eran hermosos, y a pesar de que iba nada más un momento, me estuve casi toda la mañana apreciando ese pedazo de cultura que identifica mucho a los mexicanos: ya sea a su patrona la Virgen de Guadalupe o Cuatlicue, los cultos a esta diosa en su día son impresionantes. Y ya sea para una persona católica o no, es algo que vale la pena ver —por religión o cultura— en general, porque no hay nada mejor que participar en las celebraciones culturales de un pueblo que te hacen sentir el momento en carne vivía. Y poder decir que no lo has visto: lo has vivido.
VoxBox.-