¿Qué es la santidad? ¿En qué consiste ser santo? No lo sé. Yo soy una mujer limitada en tantas formas, que no puedo responder a esto. Dentro de mis limitaciones puedo asegurar algo… Monseñor Romero me hace pensar en dios y debo aclararlo: soy atea.

Opinión.- De seguro Monseñor Romero era un viejito aburrido y enojón, tan anticuado y tan cura de pueblo. Seguramente fue todo eso. Pero la gente cambia y en algunas ocasiones, como en esta, el cambio es bueno.

Óscar Arnulfo Romero y Galdámez fue la opción más cómoda y segura de la oligarquía que apoyó su elección como Arzobispo de San Salvador en 1977, un tiempo donde la represión de los gobiernos militares ya daban como frutos los primeros movimientos civiles para exigir respeto a los derechos humanos. La iglesia católica, en especial en las zonas más pobres, fue un artífice de la organización de campesinos y obreros que, como ahora sigue, ganaban apenas para ir comiendo frijoles y sal. La oligarquía celebró su elección como cabeza de la iglesia católica. La alegría les duró poco.

Siempre he creído que marzo le pertenece a Monseñor Romero. Fue el 12 de marzo de 1977 cuando la realidad lo golpeó de frente en el rostro. Un grupo paramilitar mató a sangre fría al padre Rutilio Grande, un jesuita que era párroco en el municipio de Aguilares. Junto a él murieron un adolescente de 16 años y un anciano de 72. El anciano fue encontrado muerto, tratando de proteger con su cuerpo al padre Rutilio. Este hecho marcó el gran cambio de Monseñor Romero. Cuentan los testigos que al hacerse presente a la parroquia de Aguilares, Monseñor lloró a su amigo, el jesuita que había sido su compañero en el seminario San José de la Montaña. El padre Rutilio y sus dos acompañantes asesinados eran la representación clara de una realidad que no se podía negar: el pueblo estaba sufriendo, en este país no había espacio para la juventud y no había respeto para los ancianos. Seguimos igual.

Aquella misma noche, Monseñor le dio la primera muestra de cambio al gobierno de turno, pidió que se investigara el crimen y declaró que mientras no se encontrara a los autores materiales e intelectuales él no participaría en ningún acto oficial del gobierno.

La iglesia rompió así su eterna relación con el gobierno. Romero rompió con la oligarquía. Inició así un período de tres años de denuncias. El gobierno no solo mataba sacerdotes, sino que en aquel tiempo los desaparecidos, los presos políticos y los muertos en los basureros abundaron. El gobierno asesinaba a todo aquel que no estuviera de acuerdo con él. La oligarquía estaba manchada de sangre y todo se convirtió en una bomba de tiempo.

Romero tuvo que elegir un bando y eligió el bando de los humildes, de los desposeídos, de los reprimidos, de los empobrecidos. Eligió denunciar y su voz guio a un pueblo que hasta entonces había estado disperso, había estado huérfano, había estado humillado.

Durante tres años Monseñor fue la voz de los sin voz, le dijo al mundo lo que pasaba en mi país, contó las violaciones a los derechos humanos, contó del hambre y la injusticia, contó sobre los asesinatos y las desapariciones, contó que este país era masacrado y nadie hacía nada. Entonces sucedió. Lo asesinaron. Una bala lo calló para siempre, mientras convertía el pan en Cuerpo de Cristo.

El 24 de marzo de 1980 yo tenía dos años y medio. No recuerdo nada de ese día, pero sí recuerdo cuando descubrí a Monseñor Romero. Mi educación en un colegio católico me permitió conocer su historia, su pensamiento y su opción preferencial por los pobres. Me pareció que era la manera más sincera de ser buen cristiano: trabajar por la justicia y la igualdad social. Trabajé muchos años por esa razón. Quise poner en práctica sus homilías, quise pensar que un mundo distinto era posible. La vida se encargó de matar mi idealismo y ahora estoy alejada de la iglesia.

Sin embargo, Romero se quedó conmigo, a pesar de declararme atea desde hace más de diez años. Monseñor Romero se quedó en mi corazón por una simple razón: independientemente de la religión, fue un hombre que vivió para buscar la justicia para el pueblo, para pobres y ricos, para hombres y mujeres, para jóvenes y ancianos. Encendió una luz que a veces da un chispazo dentro de mí y me llama a vivir de manera justa y correcta. A ser coherente como él lo fue.

¿Es Monseñor Romero un santo? Sigo sin saberlo, pero no puedo menos que retomar las palabras de Ignacio Ellacuría, otro jesuita asesinado hacia el final de la guerra civil en mi país: “Con Monseñor Romero, Dios pasó por El Salvador”.

Por Karla Rauda

Escritora amateur, planificadora compulsiva, dueña de dos gatos, madre a posteriori, abuela rockera. Un poco cínica, un poco distraída.

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